Langosta Literaria

RESEÑA | Voces de Chernóbil, de la Nobel Svetlana Alexiévich, libro que inspiró la serie de HBO

21/12/2019 - 12:02 am

¿Cómo hacer que la palabra brille y adquiera una dimensión de belleza inaudita en medio de una catástrofe que durará más de doscientos mil años? En Voces de Chernóbil, la autora muestra esta gran agudeza estética y sensibilidad para relatar las historias de sus testigos.

La escritora bielorrusa, Premio Nobel de Literatura 2015, da voz a las personas que sobrevivieron al desastre y que fueron silenciadas y olvidadas por su propio Gobierno. Este libro es una oportunidad de escuchar todas esas historias y reflexionar.

Por Alejandro Salvador Ponce Aguilar

Ciudad de México, 21 de diciembre (LangostaLiteraria).- Todo aquel que haya leído algún libro de Svetlana Alexiévich sabe que sus narraciones son conmovedoras hasta las lágrimas. Y si provocan el llanto no es en virtud de cierto sentimentalismo de noveleta o por la habilidad que algunos autores poseen para acentuar las emociones como se ponen los acentos sobre las íes; sino por algo más modesto, conmueven porque en los testimonios de la escritora bielorrusa relumbra la simplicidad de quien, a pesar de su dolor, está dispuesto a contar su historia sin compadecerse a sí mismo, porque sus voces hablan de la vida cotidiana y de la sencilla certeza de haberlo perdido todo.

Hay quienes juzgan a la ligera a la Premio Nobel de Literatura 2015 y aseguran que su obra es el mero resultado de entrevistas y grabaciones, de transcripciones y montajes en los que ella no figura más que como humilde capturista. Esta opinión es de pocas miras por donde se la vea.

Pensemos, por un lado, en los caminos recorridos por la autora para encontrarse con sus voces, los trenes, los aviones, los camiones, las caminatas, las visitas a granjas y complejos departamentales, las restricciones de la lengua, de los varios giros del ruso de los países que conformaban la Unión Soviética; no olvidemos tampoco las visitas a tierras condenadas al olvido, deshabitadas, donde los niveles de contaminación comprometen la vida, donde los campesinos le ofrecen un vaso de leche radioactiva a la primera mosca que pasa por sus huertos.

Pensemos, también, en la gente que rechaza una entrevista, en la gente que no recibe con buena cara la idea de que una extraña venga a preguntarle las cosas más dolorosas de su vida, imaginemos los quebrantos de sus interlocutores, los propios quebrantos de la entrevistadora, los impedimentos de un Estado represor, las murallas de la burocracia y las persecuciones e interrogatorios de las autoridades.

El pueblo es dueño de una sabiduría simple y ancestral a la que las directrices del realismo soviético nunca pudieron acceder, porque la vida de los hombres no es la vida del Estado, porque el arte no admite ser dirigido, de allí que el valor de la obra de Svetlana provenga precisamente de salir al encuentro de las voces del alma rusa, que no son una —sino un mar— y no hablan el mismo dialecto bastardo de los camaradas y los comités de partido.

Por otro lado, los detractores de su obra también echan en saco roto las dificultades compositivas de su trabajo. Una ya tiene horas y horas de grabaciones, kilómetros y kilómetros de cintas y carreteras recorridas; ahora, cómo discernir qué testimonio se ajusta más que otro, en qué orden deben disponerse, en torno a qué temas conjuntar las voces, cómo decidir si alguna merece ser retocada, o el coraje que debes pasar si una entrevista daba para más y no le sacaste todo el provecho, y la persona en cuestión está en una estepa a dos mil verstas de distancia.

Para cumplir con todo esto, mientras además se intenta vivir, se requiere de una voluntad inquebrantable y de una sensibilidad aquilatada; para decirlo al viejo estilo, estas tareas sólo pueden ser obra de alguien que profesa un profundo amor por su prójimo, una humanista en toda regla. Su carácter empático acaso mane de la raíz del mismo pueblo impenitente al que busca retratar y al que sus padres y mil padecimientos la amarraron.

En Voces de Chernóbil, el procedimiento de la autora para titular sus monólogos es un excelente ejemplo de la agudeza estética y sensibilidad de las que hablo: ¿Cómo hacer que la lengua, la palabra, brille y adquiera una dimensión de belleza inaudita aun en medio de la catástrofe? Los títulos de cada monólogo, pequeños motivos o fragmentos de los testimonios de los entrevistados, se convierten en aforismos de una peculiaridad imaginativa, singular y cotidiana al mismo tiempo, que navega hacia el océano donde se dice lo que no puede ser dicho. Aquí algunos de estos títulos:

“Monólogo acerca de lo que no sabíamos: que la muerte puede ser tan bella”; “Monólogo de una aldea acerca de cómo se convoca a las almas del cielo para llorar y comer con ellas”; “Monólogo acerca de la filosofía cartesiana y de cómo te comes un bocadillo contaminado con otra persona para no pasar vergüenza”; “Monólogo acerca de las lombrices, el manjar de las gallinas y de que lo que hierve en la olla tampoco es eterno”; “Monólogo acerca del niño deforme al que de todos modos van a querer”.

La suma de monólogos de la obra adquiere la cualidad de diálogo; o mejor, si se quiere, de coro.

A diferencia de la serie de HBO sobre Chernóbil —a cuyos guionistas la obra de Aleksiévich les sirvió de referente—, las narraciones de Voces de Chernóbil no se dirigen sólo a denunciar la negligencia, su finalidad no es apuntar a los responsables que no actuaron o actuaron erróneamente. Svetlana no busca develar cómo la corrupción de un sistema inundó cada esfera de esa sociedad, hasta el grado de penetrar en los protocolos de seguridad y desembocar en una comprensión incompetente de los avances científicos, como la serie.

El tópico de sus voces no es tanto la tragedia del accidente como el drama que esa tragedia suscitó en la conciencia de los hombres y las mujeres del pueblo, la ruptura de la vida común de las personas comunes, la muerte atroz de los soldados, el sufrimiento de sus esposas al no reconocerlos y no poder tocarlos en su lecho de muerte, el dolor de las mujeres del campo que lo perdieron todo, como nunca antes, una hecatombe que ni la Gran Guerra Patria había convocado.

Allende el científico y su argot especializado, se encuentra el agricultor de los bosques, aquel individuo que ha vivido de la misma manera desde hace cien, doscientos años, con sus animales, sus vacas, sus perros; para la campesina, el pastor, el Estado Soviético es lo mismo que la corona del Zar, una bota en la cabeza que trae muerte a su paso, un remolino de sufrimiento. Eso es lo que puede ofrecer la literatura y que aún hoy, frente a los entretenimientos y otras formas de expresión que consumimos, continúa siendo su mejor carta: la posibilidad de expresar con todo detalle, hasta donde las capacidades del autor y su lengua lo permitan, la conciencia del género humano.

Hay un apartado dedicado a los niños que ya vivían entonces y de los que nacieron en años posteriores —y de los que aún están por nacer—, me refiero al coro de niños bielorrusos que viven con problemas congénitos derivados de la radiación, una radiación cuyos efectos nadie osa a determinar con toda seguridad, pero que es un cataclismo de magnitudes bíblicas; una calamidad para la cual, insisten la autora y sus testigos, no existen filosofías, porque el ser humano no ha inventado las palabras ni ha aprendido a asimilar en su intelecto lo que significa un desastre que durará más de doscientos mil años.

El libro también consagra una parte a la suerte de otras víctimas, los animales. Los científicos no sabían cómo explicar el alcance de la catástrofe, nadie entendía nada ni encontraba explicaciones, y mucho menos pensaba en escapar de su casa cuando el verde y la vida se regocijaban como siempre, pero las abejas, las lombrices, intuían algo en el ambiente y desaparecieron; las lombrices, antes a ras de tierra, excavaron y ya no se las encontraba sino metidas hasta un metro de profundidad. La función de algunos de los liquidadores fue matar todo lo vivo que anduviera en los bosques alrededor de la central y la ciudad de Prípiat. El hombre se olvidó de los animales, los traicionó, y buscó sólo salvarse a sí mismo.

El desastre de Chernóbil inicia una nueva era para la humanidad. Si la crisis ecológica que vivimos se acentúa y seguimos marchando hacia una época de más cataclismos, alguien, algún sobreviviente del futuro, podrá decir que todo comenzó el 26 de abril de 1986, el día en que la explosión del reactor cuatro de una central nuclear en Ucrania cambió la historia para siempre. Por eso también el libro de Svetlana funda otra época en la manera en que los seres humanos contamos historias. Su obra vale como tragedia moderna y en el futuro será leída como hoy leemos las tristezas de Los persas de Esquilo.

El aporte de la obra no se agota en el cúmulo de testimonios que aglomera, ni siquiera en su composición o en la bitácora para los científicos que seguirán estudiando el fenómeno por generaciones; su contribución se cifra en que inaugura la posibilidad de un diálogo acerca de una nueva ética para el futuro. En Voces de Chernóbil vemos germinar el ethos de un ser humano que continúa viviendo a pesar de todo y que puede, por las desgracias que él mismo ha conjugado y padecido, arribar a otra comprensión acerca de sí mismo, de su vida y del valor de su vida en la Tierra; se esconde allí la tentativa de entender nuestro papel en el planeta de otra manera, junto a nuestros semejantes, junto a los niños, los animales, una pregunta del por qué, para qué y hasta dónde de la ciencia.

La obra es una invitación a pensar en una ética en la que la destrucción masiva de la naturaleza a manos de los seres humanos puede ser entendida como una agresión de la conciencia contra sí misma, no como una entidad separada de la natura, sino como un sustrato de su organismo en cuyos genes —sí, los genes de la conciencia—, se alojan la historia y el lenguaje de toda la vida en cualquier tiempo. Se terminó para siempre la época de la inocencia en la que el pueblo elegido podía servirse libremente de todo cuanto Dios había dispuesto para él. No podemos darnos el lujo de seguir jugando al cándido egoísta, ésas son ganas de querer hacerse el tonto; ahora sabemos que no podemos tomar gratuitamente y sustraernos de las consecuencias.

El desastre de Chernóbil empujó a muchos testigos, sobrevivientes, desplazados y liquidadores que luego morirían a un horizonte confuso que oscila entre lo dicho y lo no dicho, en la frontera entre el lenguaje, el silencio y el dolor, donde se encuentran cara a cara la posibilidad de toda experiencia y la experiencia de la nulidad, el límite de la vivencia humana. En el transcurso de unos cuantos meses, la incomprensión psíquica e intelectual de lo sucedido, el sufrimiento de los cuerpos, arrojó todas sus convicciones a un abismo turbulento, las creencias se derrumbaron y los seres queridos desaparecieron, se consumieron, lo mismo que el hogar, la patria y el Estado.

En ese momento aparece Svetlana dispuesta a escuchar, y en el corazón de las personas despierta la convicción de comparecer ante la escritora. El mérito de Aleksiévich consiste en haber captado ese desgajamiento en que la vida se proyecta como tragedia, mas no como capitulación. El humano, derrotado, permanece de pie. El horizonte sin sentido va penetrando en la palabra y las voces son un coro que repite un estribillo: aquí se sufrió lo insufrible, aquí se vivió lo invivible, y aquí seguiremos germinando lo mesurable a partir de lo inconmensurable, el perfil exacto en el que quizás el género humano sea capaz de mirarse en proporciones más auténticas, quiero decir, más honestas. Todo ello reside en Voces de Chernóbil.

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